El ambiente previo y los detalles registrados en las crónicas de la época.
(Narración transcrita desde el suplemento del Periódico Maipú, editado con motivo del 5 de Abril de 1979).
La Batalla de Maipú, que selló la Independencia de Chile, ha quedado registrada en los libros de historia como una fecha gloriosa de la patria.
Cada año, cuando llega el 5 de abril, el pabellón tricolor ondea al viento entre las modernas construcciones que hoy cubren el sitio histórico.
La imagen del abrazo de Maipú se graba en la mente de cada escolar apenas comienzan a explorar por primera vez las alternativas de la historia patria, y los nombres de O’Higgins y San Martín acuden a la memoria cada vez que se recuerda ese choque decisivo entre las gallardas filas criollas y los disciplinados ejércitos del invasor.
Pero, salvo para estudiosos e historiadores, Maipú es sólo una fecha escueta, una victoria, un abrazo. Pocos conocen los entretelones, las alternativas, el clima que vivía Chile en esos días determinantes para su porvenir ¿Qué pasó realmente en Maipú? ¿Cómo se preparó el encuentro, cómo se gestó la gran confrontación?
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ANTECEDENTES
ECOS DEL DESASTRE
PREPARANDO LA REVANCHA
PROLOGO DE LA GRAN GESTA
PREPARANDO LA DEFENSA
ESCENARIO DE LA BATALLA
ESTRATEGIA SANMARTINIANA
EMPIEZA LA BATALLA
RUGEN LOS CAÑONES
EL ABRAZO DE MAIPU
LOS ANTECEDENTES
Apenas dos semanas antes se había producido el desastre de Cancha Rayada, el ejército patriota huía en desbandada, y a partir de la noche del 19 de marzo de 1818, Chile quedaba a merced de las tropas realistas. La noticia de la catástrofe sólo llegó a Santiago al anochecer del día 21, sembrando un incrédulo espanto entre la población. La fácil victoria de Chacabuco (12 de febrero de 1817) había llenado almas y corazones de un optimismo desbordado, la guerra se daba por ganada, se aseguraba que el ejército unido argentino- chileno destruiría fácilmente al enemigo. Sin embargo, ahora corrían los rumores de una gran derrota y nadie podía comprender qué había ocurrido. Sólo se sabía que los patriotas, diezmados en un inesperado ataque, habían visto en el transcurso de breves horas la muerte definitiva de todas sus esperanzas de libertad.
ECOS DEL DESASTRE
Al amanecer del día 22, Plaza de Armas se encontraba abarrotada de una inquieta muchedumbre que esperaba saber noticias del desastre, que ansiaba ver a los primeros fugitivos que alcanzaran la capital para preguntarles por el destino de sus esposos, hijos, hermanos. Por el camino de Chacabuco se derrama una abigarrada caravana de hombres y mujeres que sólo buscaban huir de la venganza del realista victorioso. Elegantes calesas, viejas carretas crujientes, mulas y hasta bueyes transportaban a los temerosos criollos que escapaban rumbo a Mendoza. Pero no todo era pavor, desolación o renunciamiento, había en Santiago dos hombres lo suficientemente valerosos como para no pensar en el peligro que corrían sus vidas, lo suficientemente patriotas como para volcarse, aun en ese momento desesperado, en la lucha a muerte contra la dominación extranjera.
Uno de ellos fue Manuel Rodríguez, el casi legendario guerrillero de la reconquista (1814-1817). En la tarde del domingo 22 de marzo, mientras Santiago yacía aún apabullado por el terror, recorrió a caballo las silenciosas y polvorientas calles arengando a la muchedumbre, apelando al patriotismo y a la hombría del roto, llamando a un cabildo abierto que esa misma tarde daría nacimiento a los Húsares de la Muerte. El puñado de valientes que siguió a Rodríguez nada podría, se pensaba, contra el ejército español que en sólo unas horas había logrado desbaratar un cuerpo armado de diez mil hombres.
El clima de derrota no cejó hasta la medianoche del lunes 23, cuando sigilosamente y casi en secreto Bernardo O’Higgins llegó a Santiago, con un brazo en cabestrillo y su rostro tenso pero sereno. Así lo vieron los centinelas apostados en las bocacalles de la plaza y en las primeras horas de la mañana siguiente la noticia se expandió como un reguero de pólvora. “¡Ha vuelto O’Higgins! ¡Aún hay esperanzas!”.
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PREPARANDO LA REVANCHA
Por su parte, San Martín, tampoco tenía noticia alguna acerca de lo que encontraría a su llegada a Santiago. Uno de sus más queridos compañeros de armas, el coronel Guido, le salió al encuentro; profundamente conmovido, el general se echó en sus brazos y sólo dijo: “Mis amigos me han abandonado”. No intuía que en la capital los líderes de la resistencia criolla ya preparaban la revancha.
Después de una buena noche de reposo, el general se dispuso a entrar a la ciudad. Vestido con su uniforme favorito de Coronel de Granaderos, pantalón y casaca de paño adornada con las armas de plata y orlada de piel de nutria, San Martín cabalgó hasta el palacio de O’Higgins, en la calle Puente, y sostuvo una breve conferencia con el Director Supremo. A continuación, al dirigirse a su propia casa, el Palacio del Obispo, en el ángulo opuesto de la plaza, lo rodeó una entusiasta muchedumbre, y un anónimo hombre del pueblo, uno de esos aguerridos rotos que siempre se pondrían al servicio de la causa patriota, le pidió un abrazo.
“Su ayudante, el coronel Juan O’Brien, cuya vida en América consistió en galopar al lado de San Martín y en defenderlo con su sable, quiso apartar al intruso, pero el vencedor de Chacabuco no lo consintió. Sabía que aquel abrazo le daría muchos soldados”, relata Vicuña Mackenna, quien conoció los pormenores de la escena de labios de su padre, el que, inquieto y curioso muchachito de doce años, formaba parte aquel día de la masa humana que se había vertido a la plaza de armas al conocerse la llegada del caudillo.
Esa tarde, desde el zaguán del Palacio Obispal, San Martín arengaría fogosamente a la población. Nada de derrotismo ni capitulaciones. Era necesario presentar batalla al invasor que se aproximaba a la capital, convencido de que la ciudad se le entregaría sin intentar defensa.
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PROLOGO DE LA GRAN GESTA
Ni San Martín ni O’Higgins conocían la existencia de esta columna de combatientes, se creía que los batallones que la formaban, al igual que el resto del ejército patriota, habían perecido en Cancha Rayada. Al anochecer del domingo 29 de marzo, Las Heras llegó a Santiago e hizo acampar a sus hombres en lo que en ese entonces era un trozo de pampa en las afueras, el lugar que hoy ocupa el barrio Franklin. Una salva de cañonazos anunció la buena nueva. ¡Los patriotas aún tenían ejército!
La población de Santiago, entera se volcó al campo para agasajar a los tres mil sobrevivientes que tan providencialmente reaparecían después del desastre. La llegada de Las Heras y sus hombres hizo nacer nueva confianza, un nuevo optimismo en todos, por lo menos después de los primeros instantes, cuando no faltaron los alarmistas que tomaron al ejército que se acercaba por la vanguardia por las fuerzas de Osorio. Entre tanto, las arengas de San Martín y Manuel Rodríguez habían logrado crear un nuevo ejército, surgido como por un milagro de una ciudad que días atrás se debatía en la desesperación y la derrota. Ahora, Santiago comenzó a prepararse para el desenlace: la batalla final cuyo resultado determinaría la historia futura.
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PREPARANDO LA DEFENSA
– ¿Quién vive?
– ¡La patria!
– ¿Qué gente?
– ¡De paz!
Y pasaban los grupos de guardias voluntarios que vigilaban los accesos a la ciudad, los mensajeros que galopaban llevando órdenes, las ordenanzas enviados a los pueblos vecinos para enganchar a todos los varones dispuestos a defender la capital.
De Melipilla, de Rancagua, de Quillota, de San Felipe, comenzaron a llegar milicias voluntarias, jinetes, peones, campesinos de poncho y ojota. Sobre Santiago se derramó una corriente de soldados improvisados, cuyo paso por la Plaza y la Cañada era aplaudido por los hombres y mujeres de la ciudad, quienes veían en esos rudos reclutas su única esperanza de resistir, de transformar la derrota en victoria final. El general Freire, entretanto, enviaba continuos boletines que informaban al comando patriota de los desplazamientos del enemigo. El 1º de abril se supo que Osorio había llegado a Rancagua con unos seis mil soldados ufanos con su reciente y, al parecer, definitiva victoria. Faltaba sólo disponer las fuerzas, planear la estrategia, enviar al ejército de Las Heras, repuesto después de su breve descanso de un día, a tomar las posiciones que defenderían contra los españoles.
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ESCENARIO DE LA BATALLA
San Martín dispuso sus fuerzas según un plan elaborado por el ingeniero jefe del ejército unido, un francés apellidado Bacler d’Albe, quien en las guerras franco-españolas había sido ayudante del Mariscal Soult (el original de este plano puede observarse en le museo del Carmen del Templo Votivo). Dos columnas, de tres batallones cada una, se agrupaban paralelamente, mediando entre ambas la distancia de una cuadra; la de la derecha, al mando de Las Heras, se apoyaba en el camino de La Calera. Dos cuadras más atrás, se extendía una segunda línea, y a su retaguardia se situaron las fuerzas de reserva, al mando de Quintana: tres batallones flanqueados por sendos destacamentos de caballería. A la derecha, los granaderos al mando de Zapiola, y a la izquierda, los cazadores comandados por el coronel Freire. Paralelamente, dos grupos de artilleros, al mando de Borgoño y Blanco resguardaban, respectivamente, los flancos de las columnas de Alvarado y Las Heras.
En esa posición marcharían los cuerpos patriotas apenas el clarín diera la señal de comenzar la batalla, en la mañana del 5 de abril.
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ESTRATEGIA SANMARTINIANA
Tal como San Martín lo había previsto, Osorio maniobró para no alejarse de la carretera que llevaba a la costa. El 4 de abril, al amanecer, el ejército español se encontraba acampando en las casas de la hacienda La Calera, antiguo claustro de los jesuitas, y ese mismo día, cuando sus fuerzas se pusieron en marcha, Osorio en vez de dirigirse en línea recta hacia Santiago, emprendió el camino desviándose hacia su izquierda, encajándose en los bajos de Lo Espejo (La Rinconada) y de Pudahuel, para ganar la carretera que llevaba al puerto, resguardado y bloqueado por sus buques. Se colocó así exactamente donde San Martín quería encontrarlo.
Durante el día 4 se produjeron las primeras escaramuzas. El comerciante Haigh, quien salió a cabalgar por el llano esa tarde, relata que bastaba alejarse unas cuadras del campamento patriota para divisar en el horizonte el brillo de las bayonetas realistas bajo el tibio sol otoñal. Pequeños grupos de jinetes, pertenecientes a la caballería del batallón ” Burgos” realizaban breves salidas por los flancos de la columna en movimiento, sólo para sufrir los embates de los intrépidos guerrilleros de Bueras, quienes descargaban sobre ellos el fuego de sus carabinas y en seguida se replegaban a todo escape.
Ya caída la noche Osorio llegó a las casas de Lo Espejo, a una legua del campamento patriota, tal como San Martín lo había previsto. Sin embargo, se produjo una de esas contingencias que a veces deciden de antemano el resultado de una batalla. Una de las divisiones españolas, comandada por el impetuoso Primo de Rivera, se extravió en la marcha, alejándose de la columna principal y llegando hasta Pudahuel. Los guerrilleros dieron de inmediato aviso al cuartel general criollo y a las diez de la noche partió el coronel Bacler d’Albe a matacaballo para alertar a O’Higgins, quien velaba en su palacio Santiaguino. La capital sería atacada por el Poniente, donde no era posible defensa alguna y la prudencia aconsejaba que el caudillo pernoctara en el campamento de Maipo, en vez de permanecer en la ciudad amenazada.
“Prefiero morir aquí, si vienen me encontraran en mi puesto”, replico el prócer, según palabras citadas textualmente por el ubicuo Samuel Haigh, quien presenció la escena. Lo cierto es que todos en la capital estaban convencidos de que se desataría un sorpresivo ataque nocturno; en sus memorias el comerciante inglés recuerda que esa noche, en vez de acostarse, se echó vestido sobre un diván, con su caballo ensillado a la puerta, esperando oír, de un momento a otro, el tiroteo en las calles.
A medianoche Bacler d’Albe estaba de regreso en el campamento, la serenidad de O’Higgins había evitado un peligroso error: exploradores enviados por el camino a Valparaíso confirmaron que las fuerzas enemigas se concentraban en las casas de Lo Espejo, el ataque entonces se realizaría según lo previó San Martín. Nadie pegó un ojo en el campamento patriota: durante toda la noche esporádicos tiroteos de los guerrilleros subrayaban la nerviosa vigilia. En torno a las fogatas velaban los soldados, mientras el general reposaba vestido sobre su catre de campaña, armado apresuradamente en el viejo molino, situado a la derecha del camino a Melipilla, sobre la acequia de Lo Espejo.
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EMPIEZA LA BATALLA
Con la primera claridad del alba, el general San Martín, disfrazado de campesino y escoltado por su fiel O’Brien, subió a las lomas para comprobar por sus propios ojos los movimientos de las tropas enemigas. A continuación, regresó al campamento, a ese galpón donde, en los días anteriores, se reuniera a diario con O’Higgins y otros jefes para deliberar y trazar los planes de guerra, para intercambiar a veces comentarios no exentos de humor. En una de esas conversaciones, recuerda un testigo, el general comentó socarronamente, dirigiéndose al prócer chileno,: “Si las cosas van mal, usted compañero, como es hijo de un virrey, saldrá bien en el asunto; yo en cambio voy a parar a ceuta”.
Bajo el pálido sol matutino del 5 de abril de 1818 llegó el momento supremo que decidiría los destinos de la patria. De regreso de su incursión por los lomajes maipucinos, el general San Martín, vestido una vez más con su uniforme de granadero, dio la orden de marcha. Los nueve batallones patriotas, cuatro argentinos, cinco chilenos ,marciales y aguerridos en su uniformes de paño azul con vivos rojos, formaban un hermoso cuadro rodeados, como estaban, de los artilleros uniformados de amarillo y los cazadores de infantería de color verde. La caballería de Freire y de Bueras montaba briosos caballos chilenos, mientras que los granaderos, ágiles y valientes hijos de las llanuras selváticas trasandinas, lucían como verdaderos centauros sobre sus corpulentas bestias cuyanas. Entre la polvareda del avance, brillaban los sables y los cañones, resoplaban caballos y mulas, marchaban en silencio los valientes regimientos, dispuestos a vender caras sus vidas.
La batalla de Maipú estaba por comenzar.
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RUGEN LOS CAÑONES
Los realistas aguardaban inmóviles, faltaban minutos para el mediodía cuando San Martín dio orden de romper fuego de cañón contra la línea enemiga. La artillería de Osorio contestó tiro por tiro, pero aún se mantenían inmóviles ambas líneas de combatientes. De improviso, el general ordena el avance loma abajo. Los realistas, a su vez, se adelantan y, en la hondonada, se traban ambas fuerzas en un frente de unas doce cuadras. Los criollos cargando a paso acelerado, los españoles formados en macizas e inmóviles columnas. La lucha se prolonga indecisa por cosa de una hora. Hacia la una de la tarde comenzó a flaquear la columna patriota, comandada por Alvarado; rápido como un rayo Ordóñez se percató de su ventaja y lanzó una gruesa columna realista contra el punto débil, dispersando el flanco izquierdo de los criollos por el Llano. Sólo se mantuvieron en sus posiciones los artilleros de Borgoño y los cazadores de Freire. A la una y media de la tarde España había vencido. Osorio llegó a declarar que, de las columnas criollas de Alvarado, salió un conciliador grito de ¡Viva el rey! Los vigías que observaban el entrevero con anteojos de larga vista, desde la torre de la Compañía, creyeron ver en el arremolinamiento de tropas una señal de victoria patriota, y echaron al vuelo las campanas en el preciso instante en que todo parecía perdido para los aguerridos hombres de San Martín.
Fue entonces que los artilleros de Blanco y Borgoño cambiaron el curso de la batalla disparando por sobre las cabezas de los prófugos batallones criollos, para contener el avance español. Al mismo tiempo, Las Heras se desplazó con su batallón hacia el flanco roto por Ordóñez. Lo precedió, por escasos minutos, el grupo de infantes de la Patria de la guarnición de Valparaíso, recién incorporado a las filas patriotas al mando del coronel José Antonio Bustamante. Tras ambas unidades, la reserva se precipitó en la brecha. Cuando dieron las dos de la tarde, los patriotas habían rehecho sus filas y avanzaban, una vez más, hacia las líneas españolas, firmes en el fondo del valle.
La segunda embestida, más violenta y rápida, se estrelló contra los lanceros del rey, que ocupaban el extremo derecho de las líneas realistas. Un grupo de 600 jinetes, vestidos con llamativas casacas escarlata, ensorbecidos aún por su fácil victoria sobre la caballería patriota en Cancha Rayada. Fue necesario que Freire y Bueras se emplearan a fondo contra el bizarro pelotón enemigo, pero llegó el momento en que los lanceros, inexpertos en el manejo de sus caballos criollos, se desbandaran a pie por la llanura corriendo hacia los cuatro puntos cardinales. “¡No soy pasao! ¡No soy pasao!”, gritaban para que sus oficiales no les tomaran por desertores. Grupos de guerrilleros, dispersos por los alrededores, dieron rápida cuenta de los fugitivos, muchos de los cuales fueron laceados por los hábiles huasos de Melipilla y Quilicura.
La victoria, sin embargo, costó la vida a Bueras, quien cayó con su pecho atravesado por una bala de carabina, en medio de una carga. Freire, por su parte, recibió el golpe de una bala disparada de soslayo, la que le arrancó un botón de la casaca, su primer y único contratiempo en quince años de actividad guerrera.
Mientras la caballería daba cuenta de los lanceros, avanzaban los de infantería y las balas de cañón silbaban por los aires. Ordóñez incapaz de resistir aquel empuje simultáneo, vio a sus hombres flaquear y retroceder. Percatado de la situación, Mariano Osorio, general en jefe de las tropas del rey, empujó las bridas de su caballo y buscó desesperadamente ganar el camino de Valparaíso. Su huida fue decisiva. En penosa confusión, las tropas realistas se arremolinaron en el fondo del valle, presa fácil de los victoriosos criollos.
De las fuerzas realistas sólo resistía el regimiento Burgos, dispuesto a morir antes que rendirse. Fue entonces que el comandante de otro regimiento realista, Rodil, destinado por casualidad a ser el autor del último cañonazo disparado por fuerzas españolas en América, intervino para formara en columnas los desesperados pelotones del Burgos y organizar una ordenada retirada por el sendero que unía las casas de Lo Espejo con el camino real de Melipilla. Pero no contó el comandante Rodil con la intervención de una anónima campesina de la hacienda, una huasa que descubrió, en el momento de la huida, que habían abandonado a las puertas de su rancho un cañon cargado: saliendo de su cocina con un tizón, lo arrimó a la estopa y una explosión de metralla barrió la retaguardia de la columna de Rodil, convirtiendo la retirada en pánico desbande.
Mientras tanto O’Higgins, poseído por la fiebre que le producen las heridas recibidas en Cancha Rayada, se pone en camino a Maipú. Su noble corazón, su alma de guerrero, se resiste a permanecer distante del sitio donde se está decidiendo el futuro de la tierra que le vio nacer.
Así avanza lejos de la ciudad. De pronto, un jinete sudoroso y sucio se acerca a él, después de aplicar a su caballo el recio sostener de las riendas, entregándole esta nota: “Acabamos de ganar completamente la acción. Un pequeño resto huye, nuestra caballería lo persigue hasta concluirlo. La patria es libre. Dios guarde a Vuestra Excelencia, muchos años. San Martín.
O’Higgins ve realizado el sueño de su vida, apresura su caballo. Son las 3 de la tarde. Alcanza a presenciar, junto a sus milicias, la persecución de los españoles.
Osorio emprende la fuga al ver el desastre al amparo del regimiento de La Frontera, pero el arrogante Ordóñez, con 2500 soldados de infantería, no piensa en la misma forma y, tanto es así, que se parapeta en las casas de Lo Espejo para detener el avance de las fuerzas triunfantes.
Hay, sin embargo, que lamentar la impulsividad del brigadier argentino don Antonio Balcarce, quien lleva a los cazadores de Coquimbo por un callejón que conduce a las casas donde se encuentra refugiado Ordóñez, pero la metralla española siembra de cadáveres el camino y los infortunados patriotas riegan con su sangre la árida tierra.
La lucha parece iniciarse de nuevo y no se engañan los que piensan así, mas la oportuna presencia de San Martín y O’Higgins aseguran el triunfo.
Las brigadas de artillería, al mando de Blanco Encalada y Borgoño, destrozan las tapias donde se protege el enemigo y llegan hasta las casas de la hacienda. Después de un formidable ataque los patriotas las ocupan.
El sol comienza a ocultarse tras la montaña, todo ya ha concluido, el suelo está sembrado de muertos y heridos. La victoria es completa. Las pérdidas realistas llegan a 1500 muertos y 2289 prisioneros.
Los patriotas se apoderan de toda la artillería, gran cantidad de fusiles y municiones; las pérdidas de patriotas alcanzan 800 muertos y cerca de 1000 heridos.
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EL ABRAZO DE MAIPU
Después de velar durante toda la noche anterior, manteniendo listo su caballo ensillado, O’Higgins había reunido en la mañana del 5 de abril en la plaza de armas a un grupo de jóvenes cadetes. Un mensajero enviado de madrugada al cuartel general de San Martín, para preguntar dónde y a qué hora se produciría el choque de los ejércitos, había traído esta espartana respuesta: “En las casas de Lo Espejo a mediodía”. Cuando faltaba una hora para el plazo señalado O’Higgins, preso de impaciencia, no pudo seguir soportando la espera, a la cabeza de los adolescentes cadetes emprendió el camino al Llano. Tras él, marchaban los inválidos de Cancha Rayada, los ancianos o las mujeres, una inmensa muchedumbre muda pero resuelta.
Cuando la columna que seguía al Director Supremo comenzó a dar los primeros pasos, hacia el Llano, desembocando por la calle San Diego, se escuchó el estampido del primer cañonazo, eran las doce del día. San Martín había sido puntual.
Lentamente, a medida que se lo permitía su brazo derecho herido, Bernardo O’Higgins marchó rumbo al campo de batalla de Maipo. Llegó en el preciso instante en que la línea realista vencedora, tan sólo una hora y media atrás, se replegaba ante el avance de las bayonetas criollas. Comprendiendo que la larga lucha llegaba a su fin, que la independencia de Chile había sido conquistada ahí, entre dos pequeñas lomas de Maipú, el prócer emocionado se acercó al artífice militar del triunfo y lo estrechó con su brazo izquierdo.
El recuerdo de ese abrazo, la sombra de esas dos varoniles figuras entrelazadas, persiste hasta hoy sobre ese campo donde, poco después, un huerto de duraznos cubrió la tierra empapada en sangre, las fosas gigantescas donde encontraron su último reposo, en grandes piras funerarias, los cuerpos de mil realistas y ochocientos soldados del ejército patriota. Vencedores y vencidos, entremezclados sus huesos bajo la tierra del Llano de Maipo, hoy duermen el sueño eterno en este suelo donde combatieron por un rey al que no conocieron, o por una patria que hoy exalta su memoria y los recuerda con emoción.